Por Natalia Castrejón
A la vuelta de la esquina, literalmente,
convergen en tiempo y espacio tres historias. Ciudad y colonia son las constantes, las variantes son las calles.
En éstas historias el
azar ha estado, está y estará a la par de los esfuerzos por sobre-vivir.
Entre delicias,
autos y zapatos transcurren los días de tres personas que además de ocuparse de
sus particulares menesteres, comparten los orgullos, limitaciones y
adecuaciones de vida que implica el ser padres y madre: Joel, Rosi y Ramón.
Joel cuida y lava
autos: es el encargado de una pensión y estacionamiento.
Rosi cocina y
administra su fonda “Las delicias”.
Ramón, itinerante
zapatero, arregla el calzado de sus clientes.
Ninguno se
imaginó en su juventud que tendría los oficios y vida que ahora tienen.
Joel
Se define como un
hombre ranchero, nació en Tecamachalco, Puebla. Desde los 6 o 7 años trabajó en
el campo y lidió con el ganado. Creció, se casó y tuvo dos muchachitos, el dinero ya no era suficiente. Decidió dejar su pueblo
para ofrecerles una mejor vida a sus retoños y a su esposa.
25 han sido los
años en que el estacionamiento y pensión donde trabaja ha sido también su casa.
Hasta antes del 2016 el horario era abierto: de día, noche o madrugada los
autos podían entrar y salir a costa del sueño y tiempo de Joel. Pero su cuerpo
le pidió tregua: a sus 54 años ya no aguantaba las desveladas.
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Para tener un
poco más holgado el dinerito familiar, cada 15 días Joel recoge en su arañita,
un Tsuru blanco que supera los diez años de vida pero que está reluciente por
dentro y por fuera, quesos que envían desde Tecamachalco y que su esposa se encarga
de vender.
Los hijos de Joel
son su mayor orgullo: hace poco se graduaron como abogados de la UNAM y están
en busca de posicionarse laboralmente; su padre anhela con ansias que puedan
mantenerse solos, que ganen su buen dinero, para que él por fin pueda
regresar a su pueblo, a recuperar la libertad que la Ciudad le quitó.
Rosi
Por mucho tiempo
fue profesora, preparaba a sus alumnas para ser secretarias bilingües,
desafortunadamente la escuela donde laboraba quebró. Por azares del destino
terminó como cocinera; una amiga suya la alentó a rentar un local que estaba a
3 cuadras de su casa para poner una fonda. Han pasado 18 años desde entonces y Las
Delicias, como le llama a su negocio, ha sido su fuente de trabajo y
sostén: a través de él pudo sacar a sus “bodoques” adelante, pues su esposo
andaba de loco.
La mamá de Rosi, fue su mentora en la cocina: le enseñó las recetas, mismas que tiene anotadas en un cuaderno y que varía con frecuencia para que sus comensales no se aburran. Actualmente hace diariamente, en promedio, 50 comidas, mismas que cuestan $72, y que están anotadas en un pizarrón blanco lleno de letras manuscritas: sopa o consomé, arroz, un guisado, agua y un postre pequeño, suelen ser bombones con chocolate o alegrías es el menú diario.
La preparación de la comida supone un esfuerzo físico y mental impresionante: hay que planear el menú y en las compras de insumos semanales, en el tianguis de los jueves en la Colonia o en el Mercado de Jamaica, hay que calcular las cantidades y monitorear el presupuesto y la calidad: Rosi no sirve algo que ella misma no comería.
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El estar parada más de 6 horas y el esfuerzo corporal para moverle a los guisados que están dentro de cacerolas, han causado estragos en su cuerpo: el hombro y la muñeca le han dolido, sus piernas también han comenzado a protestar.
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La vida de esta elegante mujer transcurre entre cuchillos, cubiertos, olores, sabores, tuppers y la prisa de tener a tiempo los pedidos, pero todo ello lo disfruta y hace con gusto, a pesar de que no se imaginó que esta sería su vida, a fin de cuentas las delicias que prepara alimentan y recargan la vida de quienes la visitan.
Ramón
Anhelaba ser
cantante, en su juventud tuvo la oportunidad de inventarse un dueto, “Los
michoacanos del jazmín” con su hermano y cantar en vivo, en la radio, pero
por azares del destino, no se pudo. En su lugar experimentó ser
indocumentado en Estados Unidos donde plantó lechugas, aprendió inglés y se
sorprendió con sus innovadores artefactos; de regreso en México fue albañil y
finalmente, y hasta ahora: zapatero.
Tiene 81 años, trabaja en diferentes colonias de la CDMX enmendando calzado con clientes fieles que con quienes se ha relacionado por años. Su trabajo le permite acoplarse a sus necesidades, que básicamente son las de Angélica, su “niña” quien tiene 37 años y desde que nació no puede valerse por sí misma. Los cuidados se complicaron desde que la esposa de Ramón falleció, hace dos años. Actualmente sólo una de sus otras tres hijas le ayuda a cuidar a Angélica; él no quiere llevarla a una institución pública porque el cuidado y cariño que podrían darle no sería el mismo.
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Arriba la caja de herramientas de Ramón Téllez,
abajo él martillando un zapato de tacón.
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Una gran variedad de clavos, martillos, pinzas y pegamentos conforman el kit de zapatero de Ramón, y aunque su trabajo le demanda esfuerzo físico, se mantiene activo y firme. Busca lograr la mejor calidad en lo que hace. Él recomienda, a quienes aún tienen juventud , lograr muchos triunfos y cumplir sus sueños.
Ocuparnos
Todos tenemos una historia detrás la cual suele esconder aspectos espectaculares de nosotros y nuestro contexto. El azar
y las decisiones que toma alguien lo llevan por caminos inimaginados, en muchos
casos, lo importante es asumir que esas limitaciones autoimpuestas no son
necesariamente eternas. Que aunque se tenga un oficio, una profesión o
condición, podemos cambiar, podemos buscar libertad.
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